Me importa un pepino lo que te pasa

lunes, 22 de febrero de 2010


por Jorge Román

En la última edición impresa de The Clinic aparece un interesante artículo construido en base a entrevistas a las esposas de oficiales de las Fuerzas Armadas que participaron en abusos a los Derechos Humanos durante la dictadura. Se trata de capitanes, mayores y otros oficiales de alta graduación que fueron condenados a algunos años de prisión (más de 5 pero menos de 10) por hechos demostrados de secuestro, tortura y/o asesinato.

El artículo intenta ponernos en los zapatos de mujeres desesperadas, que intentan convivir con la realidad de tener a sus maridos privados de libertad. Nos hablan del dolor de su familia, la vergüenza que viven en su entorno y los grupos de apoyo a los que asisten, donde son apoyadas por algunos guías espirituales como el padre Raúl Hasbún. Pero, en ningún momento, estas mujeres hacen el más mínimo intento por pensar en lo que han sufrido las víctimas de sus maridos.

Un día en que estaba con mi novia comprando unas tonterías en un HomeCenter, la cajera le avisó a la mujer que estaba tras nosotros que por favor no dejara ponerse a nadie más en la fila, ya que iba a cerrar la caja: puso un letrero de "Caja cerrada" y siguió atendiendo. Unos minutos más tarde, había otro montón de clientes en la fila. Mi novia les avisó que la caja estaba cerrada y que atendería sólo hasta la mujer tras nuestro. Una educada señora con un carro repleto dijo que no pensaba moverse, ya que era tarde y tenía que irse a su casa, a lo que mi novia respondió "la cajera también quiere irse a su casa, pero ella lleva 8 horas acá, trabajando". Nadie de la fila se movió. Al final, la cajera tuvo que ser reemplazada por una compañera para que ella pudiera irse, quizás con cuanto tiempo extra en su horario.

Hago memoria también a la bullada celebración por el triunfo de Piñera, el 17 de enero, cuando los manifestantes, enardecidos por una bandera del Che en un edificio, se pusieron a gritar "comunistas maricones, les matamos los parientes por huevones".

Con estos ejemplos trato de apuntar al mismo punto: no sé si será por ignorancia, por fanatismo o simplemente por una absoluta falta de capacidad empática, hay una buena parte de los chilenos que son incapaces de pensar en lo que sufre el otro. Y, sin embargo, nos exigen a nosotros entenderlos a ellos, porque sólo ellos han sufrido.

¿Qué extraño mal aqueja al espíritu de la gente? ¿Por qué el empresario y el ministro de economía no pueden entender lo que significa recibir un sueldo líquido de $130.000 mensuales y se supone que con eso debemos mantener a una familia? ¿Por qué el ladrón de casas de Puente Alto no puede entender que la gente a la que le roba el televisor tiene un trabajo tan miserable como el de sus padres? ¿Por qué el micrero se niega a detenerse en los paraderos si la gente también quiere llegar luego a sus casas? ¿Por qué la esposa de un asesino es incapaz de pensar en la familia del asesinado pero exige que la entiendan a ella?

A veces me da la impresión de que la gente es como un niño, egocéntrico, egoísta, para quien lo único que importa son sus deseos y su sufrimiento, y exige que todo el mundo gire en torno a él. Es incapaz de valorar el sufrimiento ajeno, el trabajo de los demás, y está seguro de que el mundo existe sólo para satisfacerlo a él. Por eso, cuando el mundo se da vuelta y la justicia se le aplica a él, se siente vulnerado, furioso, incapaz de comprender la sentencia. Su cabeza está llena de justificaciones, pero cada vez que se las explica al juez suenan absurdas, abusivas, vacuas. "Ya he sufrido lo suficiente", "se merecía lo que le hice", "ya no soportaba sus gritos", "es que era un delincuente".

A veces me da la impresión que gran parte de los males de este mundo se podrían solucionar si tuviésemos un poco más de información y mucha más empatía. Con empatía, el joven entendería que el viejo necesita un asiento y se lo daría; el jefe entendería que sus empleados tienen muy poco tiempo para estar con su familia y buscaría métodos para hacer más eficiente el tiempo de trabajo y reducir las horas en la oficina; la señora entendería que la jovencita en la fila también quiere acabar luego con su trámite y respetaría la fila; los padres entenderían que la gente quiere ver la película tranquila y sacaría a sus niños gritones de la sala; los presidentes entenderían que la mayor parte de la población vive en un mundo miserable, donde no tienen voz para que escuchen sus problemas de fondo y haría algo por solucionarlos de una vez por todas.

En un mundo con más empatía se escucharía menos a los que tienen poder y más a los que sufren.

Pero claro, no vivimos en un mundo con empatía. Vivimos en un mundo donde la mujer que aborta es una asesina, no una adolescente desesperada a la que la han dado la espalda su pareja, su familia y la salud pública, y el único que le abre las puertas es un matasanos con unos palillos de tejer. Vivimos en un mundo donde la persona el hombre que se retira apenas termina su horario de trabajo es un flojo, no un padre de familia al que le espera una hora de viaje para poder estar un ratito con sus hijos y su mujer. Vivimos en un mundo donde el vendedor de drogas es un criminal, no alguien sin educación, sin oportunidades, a quien le hacen optar entre un trabajo mal pagado de 9 horas diarias y un trabajo ilegal de horario flexible que le permite ganar en un día lo que muchos otros ganan en un mes.

Vivimos en un mundo donde nadie quiere, o simplemente nadie puede, ver más allá de la caricatura que otros nos construyeron.

Por eso los llamo a detenerse un poco antes de pasar a llevar a alguien. Que reflexionemos antes de condenar el comportamiento del desconocido a nuestro lado, que nos salgamos de los juicios construidos por nuestros cercanos y la televisión y pensemos que los delincuentes, los terroristas, los ladrones de supermercado, los flojos, los basureros, los cajeros, los mendigos, los vendedores ambulantes. Todos ellos son seres humanos como nosotros, y quizás, ante circunstancias similares, nosotros actuaríamos igual.

No se trata de cambiar el mundo, sino apenas cambiar el pequeño mundo que nos rodea, hacerlos más amable, más humano. Más empático.

P.D.: la imagen de cabecera es de Gable y Jenkins, quienes trabajan en The Globe and Mail.

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